¿Puede una derrota ser injusta? A los comentaristas
españoles se les está llenando la boca de justificaciones a la parcialidad de
los árbitros, a sus errores reiterados en contra de nuestros deportistas y
equipos –que los está habiendo en Londres, sí, y flagrantes, como en el gol anulado a Iván
Pérez en waterpolo—y al infortunio de la mala suerte para encontrar explicaciones
a que se resista tanto la primera medalla. Probablemente, a alguno de nuestros mejores especialistas
no les haya bastado darlo todo en el momento álgido de la competición y les
haya faltado subir ese difícil escalón de excelencia que separa a los muy buenos
de los mejores, el punto de concentración, esfuerzo y talento que sólo tienen
las grandes estrellas para colgarse las medallas olímpicas.
Aunque el deporte español haya
sufrido una radical transformación desde 1992, con las ayudas del programa ADO,
hay disciplinas, como la natación sin ir más lejos, en las que luchar con los
mejores del mundo ya es el más grande premio. Quedar finalista o ser noveno, como le ha
ocurrido a Mireia Belmonte o al relevo del 4x200 libres, es por sí misma una
gesta, al nivel de una medalla, en un país que ha visto crecer en los últimos
20 años el número de practicantes aunque siguiendo a mucha distancia de las
potencias como EEUU, China y Australia, o de los países europeos que reinan en
la competición, como Francia, Italia, Hungría y Alemania.
El placer de un deportista está en su capacidad de superación, en adentrarse en un permanente desafío de buscar siempre ir un poco más allá. Eso les dignifica y les hace héroes en su disciplina contra el crono o contra sí mismos. Es verdad que hay también decisiones subjetivas de los jueces en las competiciones --el desprecio a la tecnología en Londres está siendo la nota negra-- que pueden frenar el sueño de la medalla injustamente, pero aun reconociendo su influencia en los resultados no los explican por sí mismos. Generalmente, se pierde porque el rival ha sido mejor, más audaz, más duro, más listo o más certero en los instantes decisivos.
El placer de un deportista está en su capacidad de superación, en adentrarse en un permanente desafío de buscar siempre ir un poco más allá. Eso les dignifica y les hace héroes en su disciplina contra el crono o contra sí mismos. Es verdad que hay también decisiones subjetivas de los jueces en las competiciones --el desprecio a la tecnología en Londres está siendo la nota negra-- que pueden frenar el sueño de la medalla injustamente, pero aun reconociendo su influencia en los resultados no los explican por sí mismos. Generalmente, se pierde porque el rival ha sido mejor, más audaz, más duro, más listo o más certero en los instantes decisivos.
El judoca
español Sugoi Uriarte no ha buscado explicaciones raras después de perder el
combate por el bronce en su categoría de menos de 66 kilos. “Estaba convencido
de que ganaría, pero los jueces vieron otro combate. Aunque también fue un
error mío. Si dejas que los jueces decidan, pueden pasar estas cosas. Tendría
que haber solucionado antes el duelo". Expresaba tristeza Uriarte, sí, pero también aceptación de los fallos propios, sin buscar excusas en la decisión de los árbitros.
O como el palista Ander Elosegi, de nuevo cuarto, como en Pekín-2008, alejado del podio y resignado a ocupar el puesto más doloroso entre los grandes competidores en las aguas rápidas de Lee Valley: “En la parte central estuve un poco lento. Lo hice bien, pero no suficiente. Ellos tres han sido mejores”. Han sido ambas lecciones de derrotas con honor, sin las quejas habituales del mal perder y de la impotencia.
La medallitis que se vive en España está confundiendo demasiado el fulgor de un efímero momento de éxito con la competitividad y los méritos reales de los deportistas. Todos los que están en los JJOO son estrellas y modelos de superación, y relatan una bella metáfora en el trampolín de la vida: compiten sabiendo que pueden dar un salto hacia arriba en cualquier momento. La medalla, si les llega, es sólo un premio más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario