Habrá un sitio en el pedestal de la historia del Barça para
Pep Guardiola. Independientemente del resultado de la final de la Copa, su
contribución al club, no sólo con los 13 títulos, sino con una idea del fútbol
valiente y ambiciosa, evolucionada del legado de Cruyff, le deja en un lugar
preferente entre los iconos del barcelonismo. De entre las virtudes del Barça en estos
cuatro años ha sobresalido,entre todas, la fe que ha exhibido el equipo en su
modelo de juego y el convencimiento de todos los jugadores, titulares y
suplentes, en aplicar ese estilo. Este
equipo cimentado por Guardiola ha convertido a casi todos sus rivales en mucho
peores equipos de lo que realmente eran.
O los ha acorralado o los ha hecho recular por convicción, autoridad,
solidaridad y esfuerzo. La herencia que deja Guardiola, en la noche de su
despedida ante el Ahtletic, es justo esa, la implicación de todos y la permanente
ambición del grupo.
Por el encanto de la apuesta, el fútbol del Barça ha trascendido las simples victorias, y
esa es la difícil herencia que deberá gestionar Tito Vilanova, inmejorable como
segundo, pero una incógnita como director de una etapa en la que deberán
tomarse decisiones difíciles. Como jugador, Guardiola vio desintegrarse al ‘dream
team’ y no ha olvidado los males que atacan a los equipos triunfadores. Por
eso, la tentación del abandono, por
cansancio y desgaste, ha pesado más que la voluntad de exprimir a este grupo privilegiado de jugadores, que no siempre podrá
ganar. Quizá nuestro tiempo ya pasó, ha pensado el técnico, para marcharse en
la gloria antes que los resultados mancillaran el recuerdo de su gran ciclo. Ha
hecho bien poniendo un punto y final, porque intuye a lo lejos las sombras que
nadie ahora ve. Nada es para siempre, y mucho menos en el deporte. Como también
hizo como jugador, Pep ha jugado a la contra, y ha sabido marcharse a tiempo.