La capacidad de resistencia
de Novak Djokovic parece ilimitada. Es el signo de distinción del número uno
del mundo, más rocoso, fuerte y osado que sus rivales en los puntos más
decisivos. Para tumbar a ‘Nole’ no basta un buen tenis, como lo ha hecho hoy el
francés Tsonga y antes lo hizo el italiano Seppi. Son necesarios otros aspectos
mentales, la concentración, el pundonor, la rabia y el coraje llevados al
límite.
Así ha vuelto a resistir
Djokovic en París, aunque esté jugando por
debajo del estratosférico nivel del año pasado. A punto de caer, con cuatro bolas
de ‘match ball’ en una encendida pista Phillipe Chatrier que empujaba
decididamente a Tsonga, el serbio ha renacido con sus mejores golpes, agarrado
a la convicción de los campeones, con un poder de intimidación que sólo tienen
los elegidos. Sobreviviendo a una pelea
sin límites, Djokovic se ha acabado imponiendo en cuatro horas y 10 minutos a un
Tsonga abatido, que no ha resisitido la entereza de su rival (6-1, 5-7, 5-7,
7-6 (6) y 6-1). El quinto set ya ha sido un paseo para el número uno, alargando
así la maldición que persigue a Francia
en su Roland Garros. Nunca como hoy ha estado tan cerca, pero desde 1983,
cuando ganó Noah, no hay forma de que un tenista francés se encumbre a lo más
alto.
Se prepara otra enorme semifinal,
Djokovic-Federer, quien también ha vivido su particular suplicio de cinco sets
frente al argentino Del Potro. Es uno de los partidos esperados y el mejor
escenario posible para examinar, de nuevo, hasta dónde puede llegar la fuerza
mental del número uno, que ya no controla sus nervios como hace meses. Djokovic
se muestra, de nuevo, humano. Grita, exclama y expulsa sus demonios como no hizo en su espectacular 2011, sus restos ya no son tan demoledores, ni la potencia de su ‘drive’ lleva a
los rincones con la fuerza y precisión de antes. Es un ‘Nole’ con puntos débiles, pero que conserva la llama que le coronó
como número uno: una invulnerable confianza y el coraje de morir en cada golpe.
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